2022/03/27

Hubo una época

La cama tendida fue el asiento perfecto para contemplar mi memoria. Frente a mi, la pared con afiches que no me interesaba comprender: artistas que alguna de mis nietas admiraba. Mi juventud no fue así. Mi juventud fue más larga y a la vez efemira. Hubo una época en la que cada año parí. Hubo una época en la que cada dos días terminaba de coser la ropa nueva de mis hijos. Hubo una época en la que diario caminé bajo el sol acarreando cubetas de agua. Hubo una época. 

No me despedí de Juan y aún eramos jóvenes y ya teníamos nietos. Fue una tarde cuando llegó de la jornada, se quitó los zapatos, se sentó en la mecedora y le pidió a una de nuestras hijas que le pasaran a nuestra nieta. Ella tenía apenas un mes de nacida. La bebé reposó en sus brazos y el reposó en la vida. Ahí, danzando entre el amor y la tragedia, entre la vida y la muerte, con los brazos bastos de su descendencia, mi Juan cerró los ojos y durmió eternamente. 

Él vio nacer a su nieta, y su nieta le vio partir.

Contemplando a tanta distancia mi propia vida, me sorprende haber transgredido el canon moral del luto, porque en algún momento me convencí que me sobrepuse al velo negro y continué sola el camino. 
 Años más tarde, muchos años más tarde, así cerca de mi centenario de años, un golpe de olvido azotó la melancolía de mi ser: cada día nuevo era imposible de guardarse en mis recuerdos. 

Mis ojos reproducían una sola película constante: Juan, Juan, Juan. Esa tarde caminando en la plaza de San Pedro, esa vez cuando me cantó con la guitarra. Su palabra franca y protectora, y sus cristalinos ojos al recordar lo poco que recordaba a su madre. 

La tarde de la pared con afiches entró a la habitación una mujer. No supe quién era y le pregunté a mi hija. Cuando me dijeron el nombre de la mujer atisbé, el enredo en mis pensamientos me llevaron a reprocharle su tardía llegada, a cuestionarle si se había visto con ese hombre, a reprender a quein yo creí era una de mis hijas por haber ido en busca del amor. La mujer me miraba estoica y no atendía mi reprimenda. Luego, con voz tímida pronunció: "me llamo como tu hija, pero soy tu bisnieta".

Se me lanzó en un abrazo tierno y se colgó en llanto.

- ¿Me olvidaste?- preguntó.

Su abrazo me rodeaba como sarmiento, me recordaba las uvas y la vendimia y el vino. Y yo aún sin recordarla le acaricie el pelo, le besé la frente y negué mi olvido fulminante porque sentí la presencia de la cosecha, a Juan cantando y el sol danzante.

2015/12/05

Días pasados | Capítulo Tretsofary



By. LC.

Éramos como 15 ó 20... Unas noches menos otras más. Nos juntábamos en la esquina de la cuadra y bajábamos la tapa de la Dodge 1963 que llevaba años sin moverse. Nos rolábamos el churro, le mentábamos la madre a la física desde la patineta. Hacíamos encabronar a todos los viejos del barrio. Un día vino el Don que vivía al lado del depósito y se puso picudo. Sabíamos que no nos podíamos meter en más broncas, pero también sabíamos que nos valía madres. Yo lo tumbé a putazos. Obvio le hablaron a los polis. Obvio que corrimos sin rumbo. Obvio que no me agarraron. En la confusión los tiras agarraron al morro más chiquillo que se juntaba con nosotros. Como era menor de edad de ‘vole’ lo dejaron libre. Pero eso sí, el bato bien fierro: no se peinó. Luego dejamos las rilas y empezamos de antro. Conseguimos mejor producto y más contactos. También más broncas. Una de mis vecinas, una morra que también se juntaba en la esquina, la dejé de ver un rato. Luego la vi en la tele: se hizo reportera. Si de pronto nos topábamos cerca del barrio nos sonreíamos. Ella sabía mi jale y yo el suyo. Límites, siempre lo supimos: límites. Todo se puso pesado. Me fui de ahí, pero no tan lejos. Luego cedí a la presión e hice la pendejada más grande de mi vida. En las noticias y en los periódicos, en todos lados hablaban de lo que hice y hasta me hicieron un retrato hablado. Un compa del barrio me dijo que no había tiras por la zona, así que antes de emprender mi largo viaje fui a mi vieja casa donde mi abuela a decirle adiós. Yo sabía que sería la última vez que la vería. No atiné que en el barrio mis otros camaradas también tenían la soga en el cuello, y ponerme el dedo los salvaría. Chingos de ministeriales y la madre rompieron la puerta de la casa. Mi pobre abuela aferrada a mi espalda e implorando "no se lo lleven, no se lo lleven, es mi niño". Nos separaron, afuera en la calle me agarraron a putazos. Me pasearon todo un pinche día. Les dije que tenía sed y me metieron agua por la nariz. Los pinches alfileres calientes atravesando mis dedos. Mi confesión gritada a lo pendejo: nombres, direcciones, fechas. El puto hormigueo en las manos cuando me quitaron los cables y la sangre pudo otra vez circular. Y frente al circo mediático me pusieron guapo. Chingos de hielo y pomadas pa ponerme frente a las cámaras de televisión unos cinco minutos. Me pusieron un chaleco naranja que decía "detenido", me esposaron y a paso veloz me jalaron por el pasillo desde donde avistaba flashazos y preguntas de los reporteros. La vi, a mi vecina. Nos pusimos los ojos en los ojos. Un abrazo en la mirada. Una mirada de... ¡chingado!, de esas pinches miradas que quieres volver el tiempo atrás, cuando la patineta y las pendejadas. ¡Qué putas!. Entonces mejor agaché la mirada y sentí el flash de su cámara fotográfica.  Yo sabía que me decía "he cabrón, no es mi pedo". Ella sabía que yo le decía "he morra, los días ya nunca serán como aquellos días”.

2014/12/01

Secar la infamia | Capítulo Tretsofary

Por: Liliana Cavazos

Recuerdo tu lengua esculpiendo promesas  en mi espalda. Decías, seguro de todo, que era mejor taparnos juntos con la misma cobija que andar por ahí, ve a tú a saber con sabe tú cuál piel dándole calor a esto.

Pero bien, lo último que recuerdo es eso, y sólo eso. Piel contra piel. Después ya no pude retener más información. La mente a capricho se hunde en recuerdos, esos, de esas mañanas sonoras de gemidos, y tu-de-li-ca-do-tim-bre-de-voz-a-ca-ri-cián-do-mi-o-í-do.

Decías, como si fuera real, que te recordaba una triste nota de una canción, de esas que entre su tristeza te hacen abrazarlas cómo un resquicio de amarillo en una mancha gris. Te gustaba poner tus ojos frente a los míos. Te gustaba poner tus manos en mi cintura. Te gustaba poner tus labios en mi cuello. Te gustaba besarme los pechos. Te gustaba tragarte mi lengua. Te gustaban mis piernas enteras enredadas en tu cadera. Te gustaba matarme de a lento, hacia adentro y hacia adentro.

Te gustaba que lloviera y saberme mojada. Te gustaba, te gustaba. Hombre tú al fin, vengándole al mundo tus derrotas en lo profundo de una mujer lastimada.


Lo último que recuerdo me lleva a la conciencia de saber que te subiste la bragueta y que luego cruzaste la puerta. La mente a capricho juega conmigo y tu cobarde rastro se seca y se pudre de ratos en mi cama y de a ratos en mi infamia.

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2014/07/31

El humano y yo | Capítulo Tretsofary

El humano y yo
Por Liliana Cavazos

Conocí a Helder un 18 de mayo de 2013. Recuerdo la fecha porque la leí en el periódico con que se tapaba uno de los vagabundos de la calle Allende. Hasta la mañana de ese día yo era un gato más de entre tantos callejeros cobijados en el desamparo.

Yo rondaba las calles en busca de algo de comida. No era fácil porque soy un gato bastante torpe para mantener una conexión con mi más primitivo instinto de tigre cazador. Aprendí a leer desde que era un cachorro y desde entonces preferí mil veces detenerme frente a los letreros urbanos y pasar horas viéndolos para leer repetidamente la frase ahí plasmada: Eje Central, Zócalo, Belisario Domínguez.

Sé que soy blanco de la burla de otros gatos. No me sé defender, soy incapaz de cazar pájaros, ratones e insectos. Vivo de la caridad humana –la cual es escasa- y la fiesta en mi estómago solo viene cuando algún humano se digna a compartirme su torta de tamal.

Así que la vida no ha sido fácil para mí. En el amor soy un perfecto perdedor; además de que las felinas me ignoran soy incapaz de luchar contra los otros gatos por amor. Solo una vez lo hice y me gané una aporreada.

Hambriento y con el corazón roto estaba yo aquél 18 de mayo en la esquina de Allende y Belisario Domínguez. No me quedaba más que implorar, rogar ayuda a los estúpidos humanos. Maullé con el corazón, maullé con fuerza, con las pocas que me quedaban. Maullaba y rezaba. Fuerte, agudo, constante, cagante.

De pronto apareció la silueta robusta de Helder. Caminó hacia mi y se detuvo. Fue extraño; era la primera vez que un humano me miraba. Que cosa tan maravillosa, los ojos de los humanos tienen un círculo negro en el centro y no diamantes como nosotros. Que fascinantes son los humanos con su estilo bípedo y sin cola, siempre me he preguntado como logran equilibrarse.

Que fascinantes sus  garras sin uñas afiladas, qué increíble que tienen una falange a la que llaman ‘dedo pulgar’. Le dicen ‘mano’ y la abren como lo hacen las flores cuando dejan de ser botón.

Helder se agachó, abrió sus manos y me tomó.

-¿Qué haces humano?- le pregunté.

Helder se estremeció y en el susto me aventó al piso –situación que poco me importó porque disfruto caer en cuatro patas-.

- ¡Puta madre!, ¡un gato que habla!

- Pues lo normal ¿no?, le contesté.

- ¡Ay wey!, no perdóneme señor Gato, yo no sabía que los gatos hablaban.

- Tururu mi señor, mi nombre es Tururu. Como todos los gatos hablo, pero los demás no tienen razones para hablar con los humanos. Soy poco convencional y no tengo amigos y ello me motiva a romper la regla.

- ¡Órale gatito!, este, perdón, señor Tururu. Aparte de que habla tiene usted mucho estilo.

- Mi abuelo era inglés, y mi madre gata de casa. Mi suerte es diferente, más no peor.

Nos sentamos en la banqueta y seguimos la charla. Después me invitó al Starbucks. Cuando llegamos me disculpé con Helder y le dije que no podía tomar café ahí porque mi espíritu es comunista.

-Te entiendo- me dijo. Se nos hizo de noche y permití que Helder me cargara. Me sentí tibio y amado y entonces ronroneé. Me llevó a su hogar, un pequeño departamento decorado con libros.

Desde entonces soy su gato y él es mi humano. Aunque a veces ese humano me saca de quicio porque no cambia el aranero a tiempo. En venganza rasguño los sillones y me trepo en el teclado de su computadora o escupo pelo en sus zapatos.

Lo mejor es cuando llega la mañana y Helder me lee un cuento para antes de dormir. Cuando despierto en la noche me paro en la ventana y observo desde alto a los callejeros hambrientos, pero la escena se rompe cuando escucho el metal de mi plato lleno de croquetas tocando el mosaico del piso y luego Helder me llama.

-¡Señor Tururu!, es hora de cenar.
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2013/11/14

Dedos trabados | Me quedo un viernes en la capital




Dedos trabados
Por: Liliana Cavazos

Hace mucho que no escribo. No sé qué pasó, quizá se me enfriaron los dedos, quizá te atoraste en mis pensamientos. Soy muy joven para que me pase esto, y hoy por fin reconozco que desde hace unos años, los dedos se me entumen; cada uno de los huesos de mis falanges se convierten en pequeñas estatuas de oda a las prosas que guardo y que soy incapaz de escribir. Me da pena y cubro una mano con otra para que la gente no note a mis flacuchos dedos trabados. Y llega el frío previsto, pero hostigante, y se cuela por el tejido óseo. Hace mucho que no escribo porque me trabo. Me limito a los textos del día, los que un editor inserta en rejillas de un CMS para un portal informativo; ese CMS que es una palabra nueva para mí, la palabra de este año: Xalok. Que curiosa palabra, que bonita, que rico se siente pronunciar las equis como ches, que delicia la formación fonética entre la lengua y los dientes, y el airecito que se escapa de la boca para pronunciar. Luego camino a casa y también me trabo. En la banqueta, afuera de la oficina me trabo, y no sé si deba caminar, regresar en bicicleta, o hacer el absurdo trasbordo de Metro para solo avanzar tres estaciones. Quizá un taxi, pero el bolsillo se me traba. Y luego esos ojos claros sacuden mi mente, y me trabo. Y luego pensar en el futuro y me trabo. Y después recordar el pasado… y también, lo mismo pasa. Y el presente solo fluye sin trabas. Con mis dedos entumidos saco de mi bolsillo tres pesos; frente a la decisión de comprar un boleto para abordar el Metro encuentro que una de las monedas de peso, es de 1992. Es un viejo Nuevo Peso. Entonces lo guardo, porque soy rara y guardo las monedas de 1992 para regalárselas a mi hermano que nació ese año, aunque a él no le importa el asunto de las monedas. Esta trabado. No me voy a ir en Metro, voy a caminar, con conciencia de que los 20 minutos del trabajo a casa son un laberinto de decenas de caminos. Pensar en llegar a casa y comer algo me traba, porque hace frío y tendré que lavar los platos con agua fría, y mis dedos se van a trabar. Al otro día por la mañana tomo el Metro, con otra moneda de peso que es de 1997 así que la puedo invertir en traslado. Siempre tomar el Metro en la mañana es mala idea, pero tengo frío. Y olvido que todos tienen frío, y abordo un vagón de la línea azul. ¡Dios!, huele a humanidad. No tengo frío pero mi nariz esta disgustada. Trasbordo en Hidalgo y me cambio a la línea verde. Mala idea, mala idea, mala idea. En esos vagones los pasajeros viajan trabados, y éste trasbordo es de los más importantes. Llega el tren, se abren las puertas, y los vagones escupen gente, vomitan pasajeros, salen con fuerzas, empujados unos contra otros… los que queremos subir empujamos, es una escena épica, gente contra gente, los que salen y los que entran, multitudes apuradas, a contra reloj. Abrazo mi bolsa, palpo mi celular en el bolsillo de la chamarra, me abrazo mucho porque no quiero que me roben, que me pancheén pues. Y entro al vagón, solo para ser escupida en la siguiente estación y vivir un minuto trabada junto a los demás pasajeros. Cierro los ojos y recuerdo la escena del trasbordo. Vagones destrabados. Abro los ojos y veo mis dedos. Le pido a cada una de las diez falanges que se destraben, y escupen este texto.

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2013/08/05

20 años | Me quedo un viernes en la capital

20 años
Por: Liliana Cavazos

Ya pasaron siete mil 305 días desde que tu moriste, y, juro por Dios que he contado cada una de las lunas y los soles que se ponen y se van sin ti.

Tu ausencia cala sin remedio alguno; mira que en mis derrotas me falta tu hombro, y tu sonrisa en mis victorias.

Te enterramos. Te enterré.

Arrojé un puño de tierra a donde tu eterna morada, y, desde entonces solo vi como los días se hicieron años.

Durante todo este tiempo te escribí un sinnúmero de cartas, cuentos y versos. Hoy es el último.

Hoy le arrojo un puño de tierra al dolor.

Hoy levanto el luto.

Ya entendí que el viaje sigue sin ti, pero contigo siempre en mi corazón.

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2013/07/29

Recorriendo madrugadas | ARCHIVO ROJO

Recorriendo madrugadas
Por: Liliana Cavazos

Pese a la neblina de inconformidad que me rodeaba, esa noche llegué a la redacción en punto de las 22 horas.

Para hacer llevadera la decisión de mi jefe de asignarme a la guardia nocturna de la nota roja,  preparé un termo con chocolate caliente y en mi mochila cargué con un libro de José Balza titulado “Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar”.

No me gustaba la idea de cubrir la nota roja, mucho menos de lidiar con la madrugada y permanecer despierta en busca de la nota. Tenía 24 años y el escenario era un Monterrey en el que despertaba la violencia por el crimen organizado.

Me sentía fiada de algo: el camarógrafo que me fue asignado –Chuy Bocanegra- era un tipo de colmillo, y, aunque yo nunca había trabajado con él sabía por dichos de compañeros que era un conocedor de la materia.

Esa noche me terminé el chocolate caliente, y, permanecer despierta no fue ningún problema. Chuy y yo recorrimos la ciudad junto con los colegas de los otros medios.

José Balza permaneció en la mochila porque el libro de Chuy, narrado por el mismo ocupó toda mi atención. Apenas mi cabeza se llenaba con todos esas historias policíacas cuando el radio de comunicación sonó, había que darse prisa, poner el pie en el acelerador y enrutarse al poniente porque unos tipos habían arrojado una granada contra el Consulado de los Estados Unidos.

Desde un año antes yo ya comenzaba a cubrir esta fuente, pero la aleternaba con la fuente Local. Pero esa noche fue diferente porque fue la noche en que me enrolé en esto.

De a poco entendí el significado de la frase “compañero de las mil batallas”. Las calles de aquellas madrugadas eran anchas, la sangre tibia olía a dolor, las letras en mi libreta apenas eran legibles. Regresar a la redacción ameritaba un suspiro.

Mi reproche por cubrir esa fuente pasó por altibajos de emociones a lo largo de este tiempo. Hoy no hay reproche.

Vi la muerte por violencia, la retraté y escribí acerca de ella sin que hasta hoy tenga una certera idea del número de caracteres que le he dedicado a este tema.

Aquella vez era un octubre y comencé mi turno a las 22:30 horas. El turno sigue activo, no ha terminado. Todavía cuido que la suela de mis zapatos no pisen por error los casquillos -algunos percutidos y otros no-  que se esconden bajo la tenue luz artificial de la madrugada.

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2013/07/21

Los músicos rotos | Me quedo un viernes en la capital

Los músicos rotos
Por Liliana Cavazos

Él y yo crecimos juntos; nuestro primer instinto fue escuchar.

Un día escribimos hasta tres décadas en partituras, pero yo ya había renunciado a mi banquillo en la orquesta.

Tuve un pretexto: la escusa barata y trillada de volverme poeta.

Y entonces abandoné el pentagrama como se abandona todo lo que ya no se usa y ya no se quiere, y, lo cambié por cualquier servilleta, cualquier trozo de papel que me ofreciera un lugar seguro para vaciar mis ensayos.

Y sin darme cuenta entonces, lo abandoné a él también.

Él esperaba paciente abrazando su chelo, esperaba verme llegar con mi violín, esperaba la instrucción del director de orquesta.

Y entonces, él era ya un músico triste, y, yo, sin remedio, de todos el poeta más triste.

*Para el maestro José Rubén Regalado Garza, "Robenovski Reggatov", por la orquesta que dirige en su corazón.

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2013/07/19

La muy maldita | Me quedo un viernes en la capital

La muy maldita
Por: Liliana Cavazos

Quizá soy la maldita más maldita de todas, porque sé de los muchos silencios que mi presencia te impone. Yo por tus ojos sé tantas cosas, como hasta la mitad de tu vida e incluso lo que no has vivido, yo ya sé como lo vivirás. Habrás de sufrir un poco, un tanto, y soltarás lágrimas, y otros días te reirás.

Yo sé mucho de ti, por la forma en que miras, porque en esa forma me regalas los códigos para penetrar en el búnker de tu alma. Y es que a ti no te sale y no te queda bien el disimular. Me miras, y clavas tus ojos en los míos como si tú creyeras que Dios me instruyó descifrarte.

Me miras y me desgarras un poco. Te miro, y te pongo mis ojos en los tuyos porque no encuentro otro remedio a tu falto disimulo, más que mostrarte el oscuro color café con el que se viste mi alma.


Y los ojos se encuentran unos a otros, y las miradas se suspenden y se abren puertas enormes y entonces coloco los códigos y la escotilla se abre, y se rompen los miedos, y llueven las risas en forma de verano, y te sale de tu boca una que otra frase, y las palabras se cruzan, y nosotros nos cruzamos, y los ojos puestos, y tú me descifras, y yo me río, y tú te clavas, y yo perversa, y yo maldita, deseando ser  inocente, y otros días al menos un poco inconsciente.

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2013/07/09

LLUÉVEME | Me quedo un viernes en la capital

Lluéveme
Por Liliana Cavazos

[IF YOUR LIPS
FEEL LONELY
AND THIRSTY
KISS THE RAIN]
[BILLIE  MYERS]

Lluéveme.

Lluéveme cómo si yo fuera desierto.

Lluéveme cómo si no tuvieses otra cosa por hacer.

Cómo si no tuvieras piedad.

Cómo si no tuvieras culpa.

Cómo en expiación.

Hazte lluvia.

Cáete de arriba.

Divídete en gotas.

Moja este suelo.

Y no te seques.

Y no te seques.

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2013/07/03

Aquí con ustedes | Me quedo un viernes en la capital

Aquí con ustedes
Por Liliana Cavazos

[A  QUESTION THAT 
SOMETIMES
 DRIVES ME HAZY: 
AM I OR ARE 
THE OTHERS CRAZY?. .
A. EINSTEIN]

Yo no estaba loco, pero me llevaron al pabellón; les dije que no era de este mundo, pero no me escucharon.

-Seguro -me dijo uno de ellos- eres de la luna.

Todos se rieron, pero yo sé que él hablaba en serio y que me comprendía porque lo dijo en un tono de misericordia.

Al final del día yo ya no hilaba mis ideas y los calmantes aderezaban mi sangre. Pero ahí, aquella noche de aquel verano comprendí que sin darme cuenta un día hace tiempo me convertí en gigante, y que yo venía de un planeta divido en dos hemisferios que ahora estaba dentro de mi.

Entonces respiré profundo hasta dormir y así fue cómo volví al tamaño normal y regresé a casa. Y heme aquí, con todos ustedes.

. . . .

2013/02/06

Puñados | Me quedo un viernes en la capital


Puñados
Por: Liliana Cavazos

Ya no creo en las derrotas que derrotan
ni en los verbos que enamoran;
Soy perpetua figura
de los pasos suaves
y tambièn veloces
de cualquier baile.

De las almas raudas
y los corazones rotos
soy aliado y guío ríos,
como caminante asolado
que conoce la sed
y el castigo
(a veces justo)
del astro rey.

Los caminos ya son valles
de esperanza;
mi sombrero es un eco
de sabios consejos,
y mi sabiduría
no son más que recuerdos.

Entonces, a puños voy cargando
mi vida en trozos de cristales
que cortan la piel;
A puños llevo besos y abrazos,
y,
son puños
todo mi equipaje.

Ya no creo en las derrotas,
porque las descubrí
fantasmas de las fobias.
. . . .

2013/01/03

Me quedo un viernes en la capital | Año viejo

Año viejo
Por: Liliana Cavazos

El año se acaba y sus minutos caminan al poniente buscando donde se pone el sol.

Algunos tantos de ellos rompen reglas y en su andar miran atrás… me saludan, me sonríen, me guiñen un ojo, me mandan un beso tronado, y, uno que otro me grita mentadas.

A mi solo me queda una sonrisa, y, agitando con la palma derecha de mi mano un saludo: corto-corto-largo-largo.

Adiós, amigo, ya eres viejo, amigo. Otro día te recordaré, te mueres en el calendario pero tus días se quedan avivados en esta vida como una gran lección.

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2012/11/28

Me quedo un viernes en la capital | Nostalgia de tres pisos


Nostalgia de tres pisos
Por: Liliana Cavazos

[What's past is prologue]
[William Shakespeare]

Yo crecí en una casa de tres pisos… los tres pisos eran una sola casa. Había una cochera enorme, y un jardín en el que dos pinos pinceles decoraban la fachada; entre el barandal y los pinos una parra de uvas se extendía. En el patio, todas las tardes el sol y una higuera comulgaban regalando una sombra enorme.

Así, cuando niña, en las primaveras comía higos y uvas mientras jugaba con mi primer mejor amigo: un perro pastor alemán que se llamaba Titán. En el tercer piso de la casona papá construyó un asador de ladrillos y una pileta para el hielo y las bebidas. En el verano mi hermano mayor y yo llenábamos de agua la pileta y aplacábamos el calor mientras Titán nos observaba.

A veces, en las noches, mamá hacía un tendido en el tercer piso. Subíamos almohadas y esperábamos a que llegara papá. Acampábamos en la terraza y dormíamos cobijados por las estrellas. En el horizonte sur divisábamos de cerca la cumbre norte del Cerro de la Silla mientras que los leones del zoológico La Pastora rugían anunciando “buena noche”.

Papá y mamá nos arrullaban contando mi historia favorita, remontándose a la década de los setentas cuando una joven y hermosa mujer, estudiante de enfermería, caminaba por las calles de la colonia Madero para regresar a su casa.

Ella pasaba por la esquina donde se juntaban los chicos del barrio, y ahí, un ojiverde muchacho le sonreía cautivado. Así se enamoraron mis papás.

“Nos hicimos novios en el Parque España”, contaban su cita romántica. De vez en cuando yo husmeaba sus cosas. Mamá tenía una cajita donde guardaba las cartas que su Romeo le enviaba.

En mi expedición encontré un libro que papá le regaló a mamá; era un compilado de poemas de Amado Nervo, con una dedicatoria de amor firmada en tinta azul.

“Antonino, fue por vino, quebró el vaso en el camino”, “flor de mayo, como una rayo, de la tarde se moría”, adoraba esos versos.

Así, el romance de mis padres fue el inicio de mi gusto por la lectura; para mi buena suerte, a mamá le gustaba leer y siempre había en casa buenos libros.

Mamá me cantaba “chiquitita no hay que llorar, las estrellas brillan por ti allá en lo alto” y papá por las noches me contaba cuentos en los que yo siempre era una valiente princesa.

En esa casa viví uno de los acontecimientos que marcaron positivamente mi vida. Una noche, el maullido insistente de un gato movilizó a mi papá. El felino había caído por un hueco del barro-block que conformaba el muro del patio de la casa, un muro muy alto que cobijaba los tres pisos de la casa.

Papá no lo pensó dos veces. Primero analizó la situación y luego, estudiado el plan, trepó a lo alto del muro y con un mazo comenzó un boquete. El gato maullaba, el mazo contra la pared resonaba y en medio de todo papá confiaba más en la teoría de su equilibrio que en la Ley de Gravedad.

Cuando el felino descubrió la salida que hizo papá, simplemente escapó. Pasaron varias semanas antes de que papá rellenara con concreto el hueco en la pared, y, mientras, ahí estaba el boquete recordándome que siempre vale la pena trepar muros y destrozar paredes para salvar gatos.

Mi hermano y yo compartíamos un gusto por los juegos extremos; vaciábamos nuestras cajas de juguetes en las escaleras, subíamos y bajábamos, corríamos y saltábamos, pero éramos de hule, nunca nos accidentamos.

A veces, con los otros niños del barrio íbamos en bicicleta calles abajo a donde el río. Algunos días lo usábamos de balneario; pasarían muchos años antes de que yo comprendiera que fuimos perdonados por la furia asesina del Río la Silla.

Una noche, los años le cobraron factura a Titán. Mi can murió a los pies de papá mientras yo en mi habitación dormía. A la mañana siguiente mis padres ser vieron en la penosa necesidad de comunicarme la tragedia, darme el pésame y consolarme.

Papá me informó también que sin importarle que ya era tarde por la noche, cubrió a mi amigo con una manta, lo cargo y colocó en el asiento trasero del carro, y emprendió un cortejo fúnebre a Cadereyta donde el rancho. Ahí, mi viejo amigo recibió una despedida con los más altos honores, un sepelio digno bajo la copa de un naranjo.

Aunque he vivido tranquila por saber que mis padres dieron a mi can cristiana sepultura valorando así que era un miembro importante de mi familia, a más de 20 años esta mujer adulta no supera el saber, que la niña que fui se despidió para siempre de su mejor amigo.

Pero el mundo siguió girando y, en octubre de 1992 viví el día más feliz de mi infancia; fue una tarde en la sala de espera de un hospital, cuando desde un vitral el doctor de mamá me presentó a mi nuevo hermano ya engalanado con nombre de emperador.

Hay fotografías de ese día; mis ojos se ven enormes, enajenados, y, mi sonrisa inmensa. Al día siguiente me desbordé de júbilo en el salón de clases presumiendo el gran acontecimiento de mi vida.

Casi cinco años después, empacamos todo. La mudanza tardó un mes en concretarse. A veces paso por la avenida Valparaíso donde esta la casa de tres pisos y me resisto a mirarla, y, en un acto de rudeza innecesaria simplemente paso de largo.

Pero por las noches a mi subconsciente no lo engaño. Sin importar donde viva la casa de tres pisos sigue siendo el escenario de mis más cálidos sueños.

Así pues, érase una vez, una niña que se creía princesa, en una casa de tres pisos que ella creía era un castillo.

. . . .

2012/11/20

Me quedo un viernes en la capital | Justificando


Justificando
Por: Liliana Cavazos

No hay poetas, 
hay fugas.

No hay musas, 
hay celadores despistados.

No hay rimas, 
hay pistas del paradero.

No hay búsqueda, 
sino malditas resignaciones.

Ni hay armas 
ni nada 
y todo lo estoy inventando,
solo para justificar
 que eres un bendito verso
que de pronto se me ha escapado. 

. . . .