2012/11/16

La niñita | Me quedo un viernes en la capital


La niñita
Por: Liliana Cavazos

El tiempo y la niñita parecían aliados. Los amantes –como todos los amantes del mundo- se rasgaban el alma, las vestiduras y las carnes por lanzarse uno al otro y comulgar con el pecado.

Pero la niñita estaba despierta, y, el reloj, advertía que ese recoveco del día –y del mes- programado para amar se iba a terminar. Entonces se miraban, fumaban sus cigarros y charlaban.

Entre un descuido y otro de la niñita -mientras jugaba sola- ellos se besaban; en la cocina se comían, con lenguas y dientes, con cuellos mordidos y espaldas estrujadas, las manos discutían con el sostén, las piernas se abrían, se empujaban y… la niñita los llamó.

La pasión se hacía nudo, y la niñita quería atención e ignoraba quién era él, y es que a ella -tan nueva en este mundo- poco le importaba saber a quién besaba mamá que no era papá.

¡Ay!, los amantes y la conciencia de culpa, y los secretos, y la doble vida, y sí, otra vez: la culpa por saberse dueños de una espada de hierro que pincha el corazón de las promesas de un altar, amenazando con atravesarlo todo y capaz de borrar la sonrisa del retrato familiar.

Una improvisada estrategia salió de la manga de mamá: un biberón con agua y un arrullo exprés para luego recostar a la niñita en el sillón. Los párpados de la pequeña caían, y lo amantes, en la silla del comedor repetían el rito.

Pero la maniobra resultaba incomoda; se pusieron de pie, caminaron hacía el otro sillón cuidando no soltarse, que los cuerpos permanecieran juntos y los besos puestos en los labios. Malabaristas del amor.

El sillón no conformaba los espacios requeridos y lo despidieron; cuerpo a cuerpo mejor quedaron en la duela, a ras de piso, calando en la espalda y quitando prendas, arrebatándose las telas, bajando las manos, tocando las curvas, humedeciendo la vida.

Casi desnudos, gemían y comían, eran carne y eran verbo; al siguiente giro de cara para retomar postura y consumar el acto, ambos vieron a la niñita: despierta, risueña y mirándolos de frente.

En un segundo se terminó todo –las culpas, las culpas, las culpas-. De la pasión, al susto y del susto a la risa; se sintieron descubiertos por una pequeña que no hace mucho que ya camina, que se inicia en la vida, y ya cómplice de una aventura. Pequeña cómplice.

A la risa nerviosa el asalto de miedos: ¿lo recordará?, pensó  la madre. La angustia, la angustia... y los años por venir.



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