2012/11/28

Me quedo un viernes en la capital | Nostalgia de tres pisos


Nostalgia de tres pisos
Por: Liliana Cavazos

[What's past is prologue]
[William Shakespeare]

Yo crecí en una casa de tres pisos… los tres pisos eran una sola casa. Había una cochera enorme, y un jardín en el que dos pinos pinceles decoraban la fachada; entre el barandal y los pinos una parra de uvas se extendía. En el patio, todas las tardes el sol y una higuera comulgaban regalando una sombra enorme.

Así, cuando niña, en las primaveras comía higos y uvas mientras jugaba con mi primer mejor amigo: un perro pastor alemán que se llamaba Titán. En el tercer piso de la casona papá construyó un asador de ladrillos y una pileta para el hielo y las bebidas. En el verano mi hermano mayor y yo llenábamos de agua la pileta y aplacábamos el calor mientras Titán nos observaba.

A veces, en las noches, mamá hacía un tendido en el tercer piso. Subíamos almohadas y esperábamos a que llegara papá. Acampábamos en la terraza y dormíamos cobijados por las estrellas. En el horizonte sur divisábamos de cerca la cumbre norte del Cerro de la Silla mientras que los leones del zoológico La Pastora rugían anunciando “buena noche”.

Papá y mamá nos arrullaban contando mi historia favorita, remontándose a la década de los setentas cuando una joven y hermosa mujer, estudiante de enfermería, caminaba por las calles de la colonia Madero para regresar a su casa.

Ella pasaba por la esquina donde se juntaban los chicos del barrio, y ahí, un ojiverde muchacho le sonreía cautivado. Así se enamoraron mis papás.

“Nos hicimos novios en el Parque España”, contaban su cita romántica. De vez en cuando yo husmeaba sus cosas. Mamá tenía una cajita donde guardaba las cartas que su Romeo le enviaba.

En mi expedición encontré un libro que papá le regaló a mamá; era un compilado de poemas de Amado Nervo, con una dedicatoria de amor firmada en tinta azul.

“Antonino, fue por vino, quebró el vaso en el camino”, “flor de mayo, como una rayo, de la tarde se moría”, adoraba esos versos.

Así, el romance de mis padres fue el inicio de mi gusto por la lectura; para mi buena suerte, a mamá le gustaba leer y siempre había en casa buenos libros.

Mamá me cantaba “chiquitita no hay que llorar, las estrellas brillan por ti allá en lo alto” y papá por las noches me contaba cuentos en los que yo siempre era una valiente princesa.

En esa casa viví uno de los acontecimientos que marcaron positivamente mi vida. Una noche, el maullido insistente de un gato movilizó a mi papá. El felino había caído por un hueco del barro-block que conformaba el muro del patio de la casa, un muro muy alto que cobijaba los tres pisos de la casa.

Papá no lo pensó dos veces. Primero analizó la situación y luego, estudiado el plan, trepó a lo alto del muro y con un mazo comenzó un boquete. El gato maullaba, el mazo contra la pared resonaba y en medio de todo papá confiaba más en la teoría de su equilibrio que en la Ley de Gravedad.

Cuando el felino descubrió la salida que hizo papá, simplemente escapó. Pasaron varias semanas antes de que papá rellenara con concreto el hueco en la pared, y, mientras, ahí estaba el boquete recordándome que siempre vale la pena trepar muros y destrozar paredes para salvar gatos.

Mi hermano y yo compartíamos un gusto por los juegos extremos; vaciábamos nuestras cajas de juguetes en las escaleras, subíamos y bajábamos, corríamos y saltábamos, pero éramos de hule, nunca nos accidentamos.

A veces, con los otros niños del barrio íbamos en bicicleta calles abajo a donde el río. Algunos días lo usábamos de balneario; pasarían muchos años antes de que yo comprendiera que fuimos perdonados por la furia asesina del Río la Silla.

Una noche, los años le cobraron factura a Titán. Mi can murió a los pies de papá mientras yo en mi habitación dormía. A la mañana siguiente mis padres ser vieron en la penosa necesidad de comunicarme la tragedia, darme el pésame y consolarme.

Papá me informó también que sin importarle que ya era tarde por la noche, cubrió a mi amigo con una manta, lo cargo y colocó en el asiento trasero del carro, y emprendió un cortejo fúnebre a Cadereyta donde el rancho. Ahí, mi viejo amigo recibió una despedida con los más altos honores, un sepelio digno bajo la copa de un naranjo.

Aunque he vivido tranquila por saber que mis padres dieron a mi can cristiana sepultura valorando así que era un miembro importante de mi familia, a más de 20 años esta mujer adulta no supera el saber, que la niña que fui se despidió para siempre de su mejor amigo.

Pero el mundo siguió girando y, en octubre de 1992 viví el día más feliz de mi infancia; fue una tarde en la sala de espera de un hospital, cuando desde un vitral el doctor de mamá me presentó a mi nuevo hermano ya engalanado con nombre de emperador.

Hay fotografías de ese día; mis ojos se ven enormes, enajenados, y, mi sonrisa inmensa. Al día siguiente me desbordé de júbilo en el salón de clases presumiendo el gran acontecimiento de mi vida.

Casi cinco años después, empacamos todo. La mudanza tardó un mes en concretarse. A veces paso por la avenida Valparaíso donde esta la casa de tres pisos y me resisto a mirarla, y, en un acto de rudeza innecesaria simplemente paso de largo.

Pero por las noches a mi subconsciente no lo engaño. Sin importar donde viva la casa de tres pisos sigue siendo el escenario de mis más cálidos sueños.

Así pues, érase una vez, una niña que se creía princesa, en una casa de tres pisos que ella creía era un castillo.

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