2012/10/11

MANADA DE LOBOS | Me quedo un viernes en la capital


Manada de lobos
Dedicado a Walter, mi hermano.
Por: Liliana Cavazos

Rofus no era como los demás lobos; no era tan grande y fuerte como sus hermanos y por eso se sentía el más débil de la manada.

Una tarde después de dos días sin comer, los lobos cazaron una cría de alce… era muy pequeño, era poca carne. Los colmillos de los lobos se clavaron en la tibieza del cervato; Rofus apenas si alcanzó a arrancar un trozo de pierna cuando los demás le gruñeron.

La tristeza de mi lobo lo hizo aullar, sin luna y sin noche; entonces partió. Caminó en sentido contrario por los senderos donde siempre andaba la manada, y así, sin más y sin menos, solo protegido por su gris y abundante pelaje, se perdió entre las estepas.

Los soles pasaron, el frío se fue y volvió. “Rofus está muerto”, decretaban los demás lobos de la manada. Nadie podía creer que aquel pequeño y debilucho can fuera capaz de sobrevivir en la furia helada de la montaña, donde los alces ya no vivían, donde la noche se queda seis meses impidiendo que llegue el día.

La hambruna mataba poco a poco a los lobos cuando fueron sorprendidos por Vólto, el rey de la tundra, un oso blanco enorme y hambriento; de sus fauces voraces rugió una amenaza, se presumió bípedo y temible. 

Frente a Vólto, los hermanos de Rofus extendieron sus patas delanteras y bajaron la cabeza, sosteniendo la mirada en la alerta, los colmillos exhibidos, el gruñido puesto en el aire, el pelaje encrespado y la última batalla de la guerra a la sobrevivencia clavada en la conciencia, apretando el corazón.

Una milésima de segundo antes de que la manada saltara contra Vólto, un rayo gris tumbó al oso; era un enorme lobo, de torso grueso, de patas anchas, de quijada amplia, de salvajismo supremo. Era Rofus coronándose en la tundra, reclamando a su manada, reclamando el apetito de los suyos, reclamándose como el Alfa.

El perfume de Rofus aclaró toda confusión a sus hermanos; no era un extraño, era el de siempre, adiestrado ya un líder por la cátedra de la montaña, por las lecciones solitarias que deja en cualquier lobo la soledad cuando desde siempre, eres un lobo y entonces, eres de una manada.


*Gracias a Alma Ramírez por sus certeros apuntes que contribuyeron a la edición de este texto. De esas veces cuando un pato ayuda a un lobo.